Conocí a un hombre entrado en años que, durante una soleada mañana de otoño, mientras caminaba por un bosque de robles para enterrar su depresión, sintió el impulso poderoso de alzar la vista de la tierra. Fue tan impactante la presencia de la luz sobre las hojas rojizas de las ramas; la contención que le ofrecían esos troncos centenarios; la magnitud del silencio; el acompañamiento invisible de los duendes que compartían, sin sospecharlo, su autopurificación, que sólo atinó a llorar larga y dulcemente de alegría. Entonces, sin poder evitarlo, las lágrimas lavaron todo el negativismo de muerte que sufría, y, en la conmovedora belleza del lugar..., se enamoró de nuevo.